La Rambla siempre
fue lugar de diversas y variadas profesiones, algunas de ellas ligadas al
mercado de la Boquería y otras al entretenimiento de sus paseantes. Todas ellas
tienen su espacio más o menos estipulado por el Ayuntamiento de Barcelona,
aunque en tiempos pasados hubo bastante más libertad de actuación y primaba la
profesión por encima de la voluntad del turismo y su excesiva regulación en
todo lo que atañe a actividades culturales y mucho menos en aquello que
respecta al sector de la restauración. Pero sin entrar en condicionantes
mercantilistas, rindamos homenaje a aquellos zapateros que lustrosamente
limpiaban los zapatos de aquellos señores de la alta Barcelona que bajan a
pasear a la Rambla, a sus cafés y teatros; rindamos homenaje a las maravillosas
floristas, hombres y mujeres que siguen luchando por vender flores y plantas
que llenen de colores los balcones de la ciudad o de ilusión a alguna señorita
enamorada; rindamos homenaje a
dibujantes y pintores que desde hace décadas retratan rostros para la
inmortalidad y aquellos que pintaban obras de arte en suelo, fugaces, de la
mañana a la noche, y regularon hace ya unos veinte años pero que toda una
generación recuerda; rindamos homenaje a los libreros, que antaño ofrecían
libros de segunda mano cotizados y hoy en día no queda ni una librería;
rindamos homenaje a los escribanos del Palau de la Virreina, personas que desde
sus casetas escribían cartas a ultramar; rindamos homenaje a camareros y
cocineros que parecen no tener horario laboral y que arriesgan día y noche su
vida al cruzar la calle con esas inmensas paellas que ahora son típicas de
Barcelona.
Francesc Català Roca, 1950 |
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