En todos y cada uno de los 50
países que he visitado, siempre que le decía a la gente local que vivía en La
Rambla de Barcelona, sus ojos se abrían y conectaban con una gran sonrisa y con
respuestas de lo más diverso. Desde los habitantes de antiguas repúblicas
soviéticas que siempre me decían “arbat”
– un paseo que todas las ciudades tienen con árboles y lugar para el
entretenimiento – hasta “boulevard”,
al más estilo francés, y que es en lo que se convirtió La Rambla hace tan solo
un par de siglos.
La Rambla, también conocida como
“las Ramblas” por ser la calle que une diferentes Ramblas (dels Estudis, de les Flors, Caputxins o del Centre, Santa Mònica, del
Mar) es una marea que hacia el puerto se dirige llevando olas de personas
que suben y bajan “rambleando”. Esto ha sido así desde que esta avenida, que
bordeaba una parte de la muralla de la ciudad de Barcelona (y que sus cimientos
siguen protegidos bajo la acera que va en dirección montaña), actuaba como una
de las puertas principales de entrada a la ciudad y en la que se concentraban
los mercados, los conventos, los comerciantes, los artistas y saltimbanquis,
los mendigos y delincuentes y, como ahora, los forasteros. La entrada a la
ciudad quedaba vetada a sus habitantes y al control militar pero las afueras,
la rambla y el arrabal, eran espacio abierto y zona de intercambio y
divertimento.
Es en este espacio, en el que
todo es posible incluso hoy en día, donde nacen unos personajes que
prácticamente habitan la avenida. Desde Isidoro el héroe, que a mediados del
siglo XVIII ya entretenía a los paseantes de la Rambla vestido de militar para
impresionarles; La Moños que recorría la calle vestida de niña, muy pintada,
cantando y bailando; L’home dels coloms,
que interactuaba con palomas; El Sheriff
de La Rambla, que actuaba de vigilante de la Rambla con su Colt 38 de juguete;
El Foca, que cada vez que el Barça marcaba un gol simulaba el ruido de una foca
y así los asiduos al quisco de Canaletas se informaban del resultado; Ocaña, que trajo color a una Rambla gris con
su exhibicionismo y atrevimiento; La Estrellita Castro, que su radiocasete
alegraba las noches; y muchas otras. Y todos estos personajes eran centro de
atención de miles de Barceloneses y foráneos que “rambleaban” como
entretenimiento antes o después de una cena, una noche de teatro o de ópera, de
fútbol o simplemente de paseo hacia un mar al que se dábamos la espalda.
La Rambla de hoy es otra, sí,
pero mantiene lo que siempre ha sido, un lugar en el que el pulso de la ciudad,
de los fenómenos políticos y sociales, se manifiestan. Para una vecina de La
Rambla como yo, el turismo es un fenómeno social que nos invade como cualquier
otro y que, como todo fenómeno, quienes nos gobiernan deben tener bajo control.
Es responsabilidad de todos proteger nuestra historia y cultura, y La Rambla se
merece ser protegida por todo lo que nos ha dado: en uno de sus afluentes,
Gaudí construyó un palacio modernista único; fue una de las calles de
concentración de más monasterios y conventos de Europa; Miró nos regaló un
mosaico para recibir a los extranjeros; los teatros principales de la ciudad
dan el toque musical desde hace más de dos siglos; el primer hotel de Barcelona
se instaló en La Rambla; fuentes emblemáticas nos recuerdan lo que en un día
fue; y sus edificios son un museo al aire libre.
La Rambla ha sido, es y siempre
será un museo al aire libre y, como tal, se merece que todos, administraciones,
Barceloneses y turistas la tratemos como se merece para que siga siendo refugio
de cultura, entretenimiento y vida.
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